Text written for the exhibition Memory Lane by Félix Luque, Íñigo Bilbao and Damien Gernay at Espacio Fundación Telefónica Lima (Peru), in Spanish. This text follows another one that I wrote for a previous iteration of this project at the exhibition Naked Veriti at Ars Electronica (Linz, Austria). This latter text is available in Spanish and English.
Escultura y memoria
Inspirados por sus recuerdos de infancia y juventud en las costas de Ribadesella y Llanes (Asturias), Félix Luque e Íñigo Bilbao llevan a cabo en la primera versión de Memory Lane (2015) una exploración de los espacios naturales que conocían y recordaban, empleando tecnologías de escaneado 3D con las que obtienen una reproducción enormemente detallada de aquellos lugares y a la vez una imagen fantasmal, distante e incompleta, que gradualmente se convierte en una ficción. Los escenarios, una serie de bosques y playas rocosas, son captados por el escáner y convertidos en modelos 3D con los que los artistas elaboran diferentes piezas. Una de ellas es una visión de estos parajes en forma de “nube de puntos,” el modelo que genera el escáner al registrar la posición exacta de todos los objetos que lo rodean por medio de la sucesiva toma de millones de mediciones con un láser. Como una carcasa hueca, este espacio virtual es recorrido por la cámara y revela tanto su extraordinario realismo como su evidente falta de consistencia. La reconstrucción de los parajes podría haberse completado con la aplicación de una serie de fotografías al modelo 3D para elaborar un trampantojo, pero los artistas decidieron mantenerla en su forma más esquemática, a fin de evidenciar el juego entre realidad y ficción, así como para hacer referencia a la falibilidad de la memoria. A esta restricción consciente, que hace de la imagen algo frágil y etéreo, se suma una limitación impuesta por la propia tecnología. En el centro de cada escenario se halla un círculo perfecto, un agujero en el suelo que marca la posición del propio escáner, origen de todas las mediciones e incapaz de escanearse a sí mismo. Este “error” se convierte en un elemento significativo de la pieza que, lejos de ser disimulado o borrado, adquiere protagonismo. El paisaje extrañamente nocturno que forman estas visualizaciones del modelo 3D tiene su foco de luz precisamente en ese agujero negro. La cámara se desplaza a su alrededor o se adentra en él, sugiriendo que en esa ausencia (de luz y de datos) hay algo más importante que todo lo que lo rodea. Podríamos interpretarlo como la lógica desaparición del sujeto (su cuerpo, o más concretamente su rostro) en toda visión en primera persona: miramos a nuestro alrededor sin vernos a nosotros mismos, y lo mismo sucede cuando es una máquina la que observa. Por más que su mirada sea mucho más precisa, sigue sin captarse a sí misma.
El cadencioso movimiento del paisaje generado por ordenador se corresponde con el desplazamiento, también pausado, de una roca que levita sobre una plataforma motorizada. En realidad se trata de una escultura, idéntica en su tamaño y forma a una roca que los artistas escanearon en la playa. Elaborada con espuma de epoxy y dotada de unos imanes, la falsa roca flota sobre el dispositivo que le hace de peana, un potente electroimán cuya finalidad no es apoyar la escultura, sino repelerla. La pieza es así el resultado de un delicado equilibrio facilitado por un complejo mecanismo que, como es habitual en la obra de Luque, no se oculta o disimula sino que adquiere su propio valor como objeto de contemplación. En su funcionamiento, recuerda a la obra de artistas como Takis o Alberto Collie, quienes en los años sesenta experimentaron con electroimanes para crear esculturas que desafiaban la ley de la gravedad: formas creadas en metal, sujetadas a un cable de manera que queden muy próximas al imán pero sin llegar a tocarlo, o bien colocadas encima del mismo para que sea la repulsión magnética la que mantenga la pieza en el aire.[1] Como señala Jack Burnham,[2] estas esculturas se liberan de la peana y también de sus propias cualidades formales como objeto, puesto que ahora pasan a integrarse en un sistema en el que actúan fuerzas invisibles. La roca, por tanto, no es un objeto autónomo sino que forma parte de toda la estructura que la sustenta y la desplaza lentamente dentro del perímetro que define la propia pieza. Como sistema, la instalación lleva a cabo una actividad autónoma que le da una entidad propia y, como señala Burnham, es el medio por el cual “la escultura se separa gradualmente de su estatus como objeto y asume hasta cierto punto una actividad con apariencia de vida”.[3] En conjunto, el paisaje y la roca elaboran una ficción con elementos conscientemente inverosímiles que parten de unos lugares reales, con una profunda significación para los artistas, pero se abstraen hasta el punto de configurar una realidad paralela, con un lenguaje y un comportamiento específicos, que ya no pertenecen tanto a los humanos que los han imaginado como a las máquinas que les han dado forma.
La particular transformación de una naturaleza digitalizada, la posibilidad de reconstruirla como escultura y la liberación de dicha escultura de su referente son los elementos clave de la evolución de Memory Lane hacia el conjunto que ahora se muestra en el Espacio Fundación Telefónica en Lima. Ahora son Félix Luque, Íñigo Bilbao y Damien Gernay quienes firman una serie de obras en las que se ha producido una clara deriva hacia la escultura y una mayor atención al trabajo de las máquinas. En primer lugar, el bosque adquiere un mayor protagonismo en la serie de impresiones digitales que inciden en la contradictoria materialidad de la nube de puntos y la caótica complejidad de un paraje que consideraríamos abandonado porque no ha sido manipulado por el hombre. Esta complejidad se hace aún más patente en la pieza Bois Mort, una instalación compuesta por un centenar de luces de neón que se amontonan como ramas cortadas y emiten diferentes patrones de luz, que a su vez se transforma en sonido al amplificar los campos electromagnéticos por medio de unos altavoces. Hay una evidente similitud entre la acumulación de ramas y arbustos que vemos en las impresiones digitales y la maraña de tubos de neón y cables que se despliega en esta particular escultura, nuevamente dando una clara función estética a sus componentes eléctricos y electrónicos, en lugar de ocultarlos. Como ocurre con la estructura que sustenta la piedra flotante, aquí también se crea un sistema en el que los diferentes elementos interactúan entre sí y desarrollan un comportamiento propio, ajeno al observador. Esta fascinante independencia, o incluso “apariencia de vida,” nos lleva a pensar en que, al igual que ha sucedido siempre con la naturaleza, llegará un momento en que las máquinas no necesiten ni puedan ser controladas por el ser humano.
La distancia que marcan estas instalaciones respecto al referente que las inspira denota el interés de los artistas por mostrar una innegable artificialidad y crear una naturaleza ficticia. En este sentido, el trabajo escultórico es clave, puesto que siempre ha sido en el dominio de la escultura donde se plantea la posibilidad de llevar la imitación de la naturaleza a su extremo más palpable y a la simulación de lo vivo que evocan tanto el mito de Pigmalión como los autómatas. Con todo, lo que se reproduce en este caso no son personas sino formaciones rocosas, sometidas al escrutinio del escáner 3D para posteriormente convertirse en datos susceptibles de múltiples manipulaciones. En una serie de cinco esculturas, los artistas hacen patente el propio proceso de fabricación al mostrar el mismo fragmento de roca tallado con diferentes grados de precisión por una fresadora de tres ejes en sendos bloques de poliuretano. Las cinco piezas muestran así la transición desde una reproducción muy basta a otra muy realista, evidenciando la artificialidad de todas ellas. Al igual que ocurre con la escultura tradicional en piedra, madera o mármol, el fresado automático se inicia con una fase de desbastado, a la que posteriormente seguirá un trabajo cada vez más preciso. En las técnicas tradicionales, las fases iniciales suelen encargarse a ayudantes o aprendices, mientras que es el artista quien da los toques finales. En este caso, la única diferencia se halla en el diámetro de la fresa y la manera en que la misma máquina aplica la interpretación de los datos que forman la textura original de la roca. Los artistas definen este proceso como una “arqueología digital” de la roca, en el sentido en que los diferentes niveles de precisión (que implican una cantidad variable de datos) establecerían unos estratos que van de la forma exacta de la roca original al bloque del cual se extrae su doble. Esta serie supone así una transición hacia una última escultura, en la que se reúnen los diferentes elementos que componen Memory Lane y a la vez se da un paso más hacia la creación de una naturaleza artificial.
Por medio de un escaneado por fotogrametría (que emplea fotografías en lugar de un laser), los artistas obtienen una textura detallada de una pared de roca, que esta vez no se limitan a reproducir, sino que modifican con un programa de modelado 3D para darle una forma circular e insertar un agujero en su centro. Este agujero, inspirado por los círculos que deja el escáner 3D en la nube de puntos, no es pues un mero accidente sino una manipulación consciente que lleva de la reproducción mecánica a la creación de un objeto nuevo, una escultura cuya forma responde a una elección de los artistas. La escultura, además, sirve para crear un nuevo efecto óptico al integrarse en la pared para mostrar a través del agujero un espacio hueco que se ilumina con un potente foco a intervalos regulares. Tanto iluminado como oscuro, este espacio genera un vacío que da al agujero una dimensión incierta y señala nuevamente una ausencia, la misma que observamos en los paisajes y que, en cierto modo, se da también en las otras piezas. Esta ausencia puede interpretarse como una “laguna” en la memoria (un recuerdo que se escapa, un evento o un lugar del pasado que uno es incapaz de reconstruir), la desaparición de lo humano en estos entornos digitalizados e incluso el desvanecimiento de la naturaleza, convertida en un modelo matemático tan moldeable que deja de tener relación alguna con aquello de lo que ha sido extraído. Esta última pieza constituye por tanto una especie de resumen y epílogo del proyecto en su evolución de la imagen al objeto, pasando del intento (conscientemente, fallido) de registrar, almacenar y reproducir todos los detalles de un espacio real a la construcción de artefactos que se deben cada vez más a la lógica de su propio proceso de producción y se alejan de una mera función imitativa. Las máquinas y los programas que emplean los artistas dejan de ser meras herramientas para dejar una impronta en la propia concepción de las obras. En conjunto, éstas se muestran no sólo como el producto de la creatividad de los artistas, sino insistentemente como el producto de la propia capacidad de las máquinas para capturar la naturaleza, reinterpretarla y manufacturar una nueva versión, necesariamente artificial pero a la vez dotada de una extraña belleza.
Pau Waelder
Marzo, 2018
[1] Otra pieza que emplea el mismo sistema, precisamente para hacer levitar una falsa roca, es Het is me wat (1999), del holandés Wim T. Schippers, actualmente en la colección del Museo Boijmans Van Beuningen.
[2] Burnham, J. (1968) Beyond Modern Sculpture. The Effects Of Science And Technology On The Sculpture Of This Century. Nueva York: George Braziller, p.47.
[3] Burnham, J. (1968), p.10.
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